El precio de tus nuevas prendas H&M

Por Staffan Lindberg

Créditos de la imagen de portada: Liuser (iStock)

Publicado en Aftonbladet (Suecia)

This article is a Nominee for the Investigative Reporting Award of the European Press Prize 2023 . The republishing of this piece was kindly granted by the European Press Prize. Visit europeanpressprize.com for more excellent journalism. Distribution by Voxeurop syndication service.

DACA

Si Soma Akhter (25) quisiera, podría predecir el color de moda del año que viene.

Sólo tendría que observar el agua bajo el pilote de bambú de su casa.

Un turquesa brillante.

El agua proviene de las fábricas textiles de la zona. La propia Soma Akhter trabajó en una de ellas antes de perder su empleo durante la pandemia. Sabe que pronto tendrá que volver allí para ganarse la vida.

Cada tarde, una hora después de la puesta del sol, se expulsa el agua más sucia.

El tipo de agua que deja su espuma en la vegetación y su garganta hinchada y en carne viva.

El tipo de agua que no le deja comer porque su olor le recuerda al de cadáveres.

Esta es una historia sobre la gente y el agua.

Podría empezar en una tienda de H&M en Drottninggatan, en Estocolmo, donde maniquíes inexpresivos miran a los clientes del Black Friday.

O en un feed de Instagram, donde la última moda está a tan solo un clic.

La fast fashion puede explicarse con cifras. Hoy en día, compramos un 60 % más de prendas que en el año 2000, pero las conservamos la mitad del tiempo.

Cada día se producen en el planeta Tierra unos 100 mil millones de prendas, o lo que es lo mismo, 13 por ser humano. Cada una de ellas se usa una media de siete veces. Luego se tira.

Junto con China, Bangladesh se ha convertido en el centro de la producción masiva de ropa. La fast fashion representa casi todas las exportaciones del país.

Además de los bajos sueldos, este pobre país de tierras bajas tiene otra ventaja competitiva: el agua barata.

Gigantes internacionales como Zara, Gap, Walmart y Levi’s ya se han instalado allí, pero el mayor comprador es la empresa sueca H&M.

Cuando un apagón afectó a algunas partes de Bangladesh a principios de octubre, las acciones de H&M se desplomaron en la Bolsa de Estocolmo. Así de importante es este país.

El agua bajo la casa de Soma Akhter se vuelve magenta. Su madre, Nazma (55), pela unas cebollas para cocinarlas en el horno de barro a fuego abierto.

El cambio climático destruyó el suelo de su pueblo natal junto al río Padma y obligó a su familia a mudarse aquí. En esta chabola, se siente desarraigada e incómoda, pero sabe que no puede volver a casa.

Moira, la cabra, mastica hierba de un pote de arcilla. Un vecino ve una película de Bollywood a todo volumen.

La familia vino aquí porque es el sitio más barato para vivir. Solo 2 000 taka o, lo que es lo mismo, 18 € al mes.

Preguntamos quién es el responsable de la contaminación –¿Tiene algo que ver con la fábrica de H&M a unos pocos metros? Soma sacude la cabeza, sin atreverse a señalar directamente.

Tira del chal blanco y negro, se muerde las uñas. El agua ahora es de un verde militar.

“Sueño con tener hijos, pero no pueden crecer aquí”.

Hay una fachada de fuerza sobre lo frágil.

Se marcha atravesando unas estrechas tablas. Una cuesta baja directamente hasta el canal.

Tan sólo quedan unas horas para la noche y, con ella, los peores olores.

Para teñir la ropa y darle la suavidad y textura adecuadas, se usan muchos productos químicos. La industria de la moda ya es la segunda que más ríos contamina. Pigmentos de tintes, sales, metales pesados, amoníaco, fenol y otras sustancias se vierten directamente en sus aguas.

En Bangladesh es ilegal contaminar el agua. Desde 2010, una ley medioambiental exige tratar sus aguas residuales a las fábricas que usen tintes y laven ropa. Sin planta de tratamiento no hay licencia.

Esto también viola las propias normas de H&M. Se garantiza a los clientes que entren en cualquiera de sus más de 4 000 tiendas en todo el mundo o que compren en línea que cada prenda se ha producido de forma sostenible en fábricas que respetan a las personas y al medio ambiente.

Sin embargo, los vertidos de la fábrica salen a borbotones junto a la casa de Soma Akhter.

Tal vez mucha gente no lo sepa, pero con tan sólo unos pocos clics en la página de H&M se puede encontrar tanto el país como el nombre de la fábrica donde se han producido nuestras prendas.

Durante una semana de septiembre, clicamos en más de 3 000 prendas marcadas como nuevas para hombre, mujer y niño.

Identificamos un total de 496 prendas producidas en 96 fábricas distintas en Bangladesh. Las marcamos en un mapa. Aparecen distintos grupos, un archipiélago de fábricas.

Le mostramos el mapa a uno de los periodistas medioambientales más experimentados de Bangladesh. Ha informado sobre la contaminación del agua durante muchos años y será nuestro guía sobre el terreno.

El avión desciende para realizar un aterrizaje nocturno. Las farolas y hogueras esparcidas revelan la vida allí abajo. De otra forma, este país de 166 millones de habitantes convertido en un tercio de los terrenos se Suecia, sería invisible.

No se ven autopistas. Ni rastro de mástiles o torres intermitentes.

Unas horas después, el sol se levantará y la sexta ciudad más grande del mundo se transformará y se llenará de vida.

Daca se fundó sobre una zona fértil entre dos grandes ríos hace cuatrocientos años. Hoy en día, gente tirando de rickshaws con frentes sudadas y piernas delgadas llenan las calles, junto con los conductores de Uber.

Tocan timbres y bocinas, tratando de abrirse paso entre el caos.

Estamos aquí para examinar la producción de ropa de H&M. Seleccionamos once fábricas al azar, que consideraremos representativas. La primera parada es Tongi, al norte de esta enorme ciudad.

El agua del río llega hasta sus rodillas. Baja y sube la pala. Una y otra vez. Nunca atrapa un pez.

¿Nadie le ha dicho que el ecosistema se ha desmoronado, que las autoridades han declarado la ciénaga negra junto a nosotros como biológicamente muerta?

No hace tantos años, el agua aquí era tan clara que se podía ver el fondo, dice Paresh Rabidas, un zapatero de cincuenta años con rasgos marcados. Estaba repleto de peces que solía pescar para su familia.

“Las fábricas textiles lo han destrozado todo”, afirma frunciendo el ceño. “Pero, ¿qué podemos hacer? ¿Quejarnos al primer ministro?”

Menciona una serie de fábricas con sus nombres. Una de ellas, Mascotex, está en la lista de proveedores de H&M.

“Esta fábrica está pasado el lago”, dice mientras señala.

Media hora después, llegamos a una calle caótica de la ciudad. Una alta alambrada nos separa de la fábrica de Mascotex.

A través de sus ventanas podemos apreciar los ventiladores y sus zumbidos, y los tubos fluorescentes blancos. Hay costureras en cada planta.

Según las cifras de H&M, aquí trabajan unas mil personas. Cosen, entre otras cosas, sudaderas y pantalones de chándal con dibujos de dinosaurios para niños, que se venden juntos por 25 € en las tiendas suecas.

Los vigilantes nos siguen con la mirada. Fingimos ser turistas que quieren ver un mercado.

No tardamos en encontrar gente que nos muestra la salida del desagüe de la fábrica. Está calle abajo, en un canal cerrado, según nos dicen.

Seguimos el canal durante unos pocos metros, y sólo podemos verlo a través de aberturas ocasionales. En un punto, se junta con los vertidos de otras muchas fábricas. En las profundidades, el conducto se vacía en el río negro.

No hay manera de probar quién vierte qué.

Unas columnas de cemento obstruyen la calzada, y nos paramos durante casi todo el viaje. El remedio escogido para luchar contra los atascos de la ciudad son carreteras elevadas.

Se han estado construyendo durante diez años, pero el proyecto avanza muy despacio. Se dice que hay dinero que va a parar a ciertos bolsillos.

Un agujero gigante destaca como una herida en el paisaje urbano.

Aquí se situaba la fábrica textil Rana Plaza. El 24 de abril de 2013, el edificio se derrumbó. Al menos 1 129 trabajadores murieron.

Esta catástrofe puso el foco sobre las pésimas condiciones laborales de la industria y sus fábricas ratonera. Algunas cosas han mejorado desde entonces. Pero no el agua.

Nos enteramos de que nunca hubo un plan de desindustrialización. Las fábricas han seguido abriendo por todas partes.

Nayan Bhuiyan, subdirector del departamento de medio ambiente en Gazipur, al norte de Daca, le explica a nuestro corresponsal que casi todas las fábricas que tiñen y lavan tienen plantas de tratamiento de aguas residuales. El problema es que no las usan.

“No usan las plantas de tratamiento a no ser que les visitemos”, dice.

A veces el agua contaminada se vierte directamente en las alcantarillas normales, otras en canales secretos.

En nuestra lista, identificamos 36 fábricas en Gazipur que producen ropa para la cadena sueca.

A veces las ubicaciones en el mapa no corresponden, pero las encontramos a poca distancia.

Y, de nuevo, descubrimos canales subterráneos. Se juntan con las tuberías de otras fábricas y se pierden bajo la superficie.

Pero las declaraciones del inspector y los residentes no nos bastan. Queremos ver los vertidos con nuestros propios ojos.

Con los atascos de la mañana tardamos casi cuatro horas en llegar a Sreepur, a unos diez kilómetros al norte de Daca.

Durante siglos, la gente ha construido sus casas junto a los ríos. El viento es fresco y el monzón llena de agua los arrozales.

Ahora, los nexos de la historia están rotos. Los arrozales, que hubieran asegurado el futuro de los niños, son inutilizables.

Mariam Masuma (14) no debería estar aquí. Hasta donde llega su memoria, siempre ha escuchado las advertencias de los adultos.

“No bajes al agua”.

La semana pasada, pasaron por aquí un ciclón y las lluvias torrenciales. El agua se diluyó y, durante algunos días, fue algo más clara. Pero ahora, señala, ya está tan negra como siempre.

Mariam echa un vistazo a la orilla. Con sus grandes ojos negros y su chal colorido hubiera podido ser una de las modelos de la cadena de ropa.

Dice que las plagas de mosquitos que acompañan a los escapes hacen que sea imposible sentarse fuera por las noches. La más mínima gota de agua en su piel le produce picor.

“A veces te pica el ojo y te quema el pecho”.

Su abuelo Nasim espera sin camiseta fuera de la casa de barro tradicional donde ha vivido toda su vida, a cien metros de la playa.

“Antes era un río caudaloso. Los barcos podían navegar. Solía bañarme y beber su agua”, dice el hombre de setenta años.

La contaminación llegó con las fábricas textiles hace unos diez años.

Nasim recuerda que una de sus vacas fue a beber al río.

“Se desplomó y murió. En el acto. Ahí me di cuenta de que era tóxico”.

El año pasado trató de volver a plantar arroz.

“No va a crecer. Todo aquí se muere”.

Las fábricas de ropa han intentado comprar el terreno de la familia, pero sólo por una mínima parte de lo que vale, según Nasim. Su hijo, el padre de Mariam, ha tenido que aceptar un puesto en una de las fábricas para sacar adelante a su familia.

El monzón sigue inundando el país. Y el veneno se extiende.

Nadie del gobierno ha venido aquí a comprobar el estado del suelo o las aguas subterráneas. Nadie se ha interesado por el estado de salud de Mariam y los demás niños. Nadie puede realmente saber lo peligroso que es vivir aquí.

Algunas cabras delgadas pastan en la hierba. En el rostro de Nasim se dibuja una expresión de súplica.

“Ya has visto por ti mismo como es esto. Por favor, haz algo por mis nietos”.

Existió una época en la que la ropa se usaba, se remendaba y se volvía a remendar hasta que se rompía del todo. Hoy en día, se tiran 50 mil millones de prendas en el año que sigue a su fabricación.

Se estima que la industria de la moda consume entre 20 y 200 billones de litros de agua. Las aguas subterráneas se están agotando mientras que enormes cantidades de microplásticos de tejidos sintéticos van a parar a campos, bosques y océanos.

Bajo un puente cercano, el agua sale por un tubo de hormigón.

Es espesa, de un color negro rojizo. Burbujea, huele a productos químicos y putrefacción.

El color y la pestilencia son indicadores claros de la contaminación del agua. En seguida, un grupo de hombres se une a nuestro alrededor. Todos viven por la zona. Están furiosos.

“¡Envenenan y destruyen! Cada día sueltan agua de un color diferente, amarillo, verde y rojo”, dice Helal Uddin, un hombre elegante de 35 años que trabaja como inspector eléctrico para el ayuntamiento de Sreepur.

Tanto él como los demás están de acuerdo: el agua contaminada viene de dos fábricas cercanas que comparten desagüe, Taqwa Fabrics y Aswad Composite Mills. Ambas están a tan sólo unos cientos de metros.

Taqwa fabrica al menos seis prendas que se venden actualmente en H&M, entre ellas un jersey de punto rojo con un dibujo de Papá Noel que se vende en las tiendas de Suecia por unos 4,50 €.

Aswad Composite Mills también está en la lista de proveedores de H&M, aunque la dirección que figura es la de su fábrica hermana al oeste de Daca. Aswad produce, entre otras cosas, blusas azul claro, que se venden por aproximadamente 6,25 €.

“He pasado por aquí cada día desde que se construyó la fábrica de Taqwa. Vi cuando construyeron la tubería y cómo dos años después la cubrieron y construyeron una carretera encima”, dice el inspector eléctrico.

En una ocasión, intentó protestar junto con otros habitantes del pueblo. Durante algunos días el agua estuvo clara, luego todo volvió a ser como antes.

“El representante de Taqwa dijo que no les quedaba otra opción que contaminar. De no ser así, la fábrica desaparecería y todos perderían sus trabajos”.

¿Y la policía?

“No hacen nada. Les sobornan”.

Observamos un paisaje distópico: pájaros que graznan, bolsas de plástico y basura. Helal dice que se ha perdido el respeto por la naturaleza. Cuando el agua ya no puede utilizarse, la gente tira cualquier cosa en ella.

Bajamos siguiendo el desagüe. El agua tiene un tacto grasiento, como de alquitrán mezclado con tinta.

Una calle recién construida, que sigue el curso del canal, hace las veces de mercado. Allí se vende papaya, jengibre, judías, tubérculos y lechuga – todo regado y lavado con el agua sin tratar.

No tardamos en llegar a Taqwa Fabrics. Allí trabajan más de cuatro mil personas, según los propios datos de H&M.

Un mendigo manco está sentado junto a la puerta.

Para evitar que nos echen, no nos presentamos como periodistas, sino como hidrólogos de una universidad sueca. Preguntamos por qué la fábrica vierte agua sucia.

“Utilizamos la planta de tratamiento… a menudo”; dice el vigilante antes de quedarse en silencio y llamar a un encargado.

Las puertas se abren y se cierran. Un camión con productos químicos entra. Salen camiones más grandes con ropa.

Surgen dos hombres que se describen como ingenieros. Afirman que es normal que el agua sea negra.

¿Y el hedor?

“Puede… que venga de otra fábrica”, dice uno de ellos.

“¿Podemos ver la planta de tratamiento?”

“Tenemos que preguntarle al encargado”.

El encargado de la planta aparece, y acto seguido se gira y habla en susurros con los ingenieros. Nos repite el mensaje de estos como un loro, palabra por palabra.

La visita ya no es una opción.

“Mandad un correo a nuestra sede”.

Salen costureras de todas partes, es la hora de comer. Bajo el puente, el agua sigue brotando.

Según parece, a consecuencia de la pandemia, la industria de la moda está usando el color como nunca antes. En las ciudades occidentales, a miles de kilómetros de distancia, modelos con gesto serio pasean vestidos de rosa por las pasarelas.

Se supone que la “ropa dopamina” estimula nuestros neurotransmisores y nos hace sentir bien.

Según el Banco Mundial, únicamente para teñir se usan 72 productos químicos tóxicos. Son responsables de numerosas enfermedades y cánceres de piel.

Ya es de noche.

Una habitación oscura, forrada de mapas con canales marcados con puntos. Una oficina en el centro de Daca.

Sharif Jamil, uno de los activistas medioambientales más conocidos de Bangladesh y líder de la organización Bapa, nos cuenta el trasfondo: hay 30 inspectores en Daca para controlar miles de fábricas.

“No tienen los conocimientos, el equipamiento ni la capacidad. Los castigos son mínimos y la corrupción extrema”, explica, mientras bebe su té de cardamomo.

Los tentáculos de la industria textil se extienden hasta la política, según nos cuenta. Muchos ministros, parlamentarios y alcaldes tienen fábricas en propiedad.

Muchas de ellas contaminan abiertamente, otras en secreto. En ocasiones, algunos tienen hasta dos o tres fábricas, de las cuales una de ella es decente, y es la que les enseñan a los clientes extranjeros.

“Pero todo el mundo, o casi, contamina”, dice el hombre con barba canosa.

Podría deberse a que los sistemas de tratamiento no funcionan o se han quedado pequeños con el aumento de la producción. Sin embargo, la razón más común es el dinero.

Los productos químicos necesarios se han vuelto más caros. El precio de la electricidad se ha doblado. Mantener las plantas en funcionamiento cuesta alrededor de 0,05 € por litro. Para una fábrica que consume 10 000 litros por hora 12 horas al día, puede suponer la diferencia entre ganancias y pérdidas.

“H&M es como un comprador occidental. Un día hablan mucho sobre el medio ambiente y las condiciones laborales y al siguiente, a la hora de negociar el precio, se han olvidado de todo eso. La competencia es feroz. Es un mercado de compradores”.

Las bocinas sonando en las calles se cuelan débilmente, como venidas de otro mundo.

“Quienes compran la ropa no se hacen responsables. Se está destruyendo el agua y el cambio climático está destrozando el país. Es un desastre”.

Los ciclos de la moda son cada vez más cortos, las colecciones cada vez más ajustadas. Se llega a la nueva generación a través de colaboraciones pagadas con influencers en Instagram. La ropa se está metiendo a presión en el mercado.

H&M y su rival Zara han lanzado 11 000 nuevas líneas entre enero y abril de este año. La empresa china Shein, que ha irrumpido con fuerza en el mercado, ha lanzado más de 300 000. Se dice que la fast fashion está evolucionando hacia algo distinto.

Ultra-fast fashion.

Se mueven como una ola en el océano en la madrugada de Savar, en el corazón del distrito de la moda, al oeste de Daca.

Miles de mujeres jóvenes que pronto serán engullidas por las puertas de acero de las fábricas.

Volvemos al barrio de Soma Akhter, donde los colores de moda se pueden predecir gracias al color de las aguas residuales.

La escuela está a tiro de piedra de su casa. Las paredes están cubiertas por arcoíris y fotografías de los fundadores de la nación asesinados, iconos que todo niño debería reconocer.

El olor a fast fashion llega también hasta aquí. Los niños se cubren las caras en el recreo.

El director, Lucky Ahmad, está desesperado. Durante el monzón, el patio de la escuela se inunda y hay mosquitos por todas partes.

Ha pedido a las fábricas que paren la contaminación o, al menos, que construyan una barrera junto al río, pero en vano. Al menos el 90 por ciento de los 342 estudiantes son hijos de trabajadores textiles.

“No se pueden concentrar. Esto está arruinando sus estudios”.

Entramos en una clase de inglés.

“¿Quién está ensuciando todo?”, preguntamos.

“Las fábricas textiles”, responden los alumnos al unísono.

Hablamos con varios habitantes del barrio. También aquí, los testimonios son coherentes y específicos: el agua que corre cerca de la escuela y bajo la casa de Soma Akhter viene de al-Muslim, un grupo de empresas que posee varias fábricas.

Señalan al canal, que aquí también es subterráneo.

Desemboca en un edificio de once plantas que da sombra a todo un bloque. En una pizarra hay una lista de las fábricas que hay dentro, todas ellas propiedad de al-Muslim. La más grande está en la lista de H&M.

La fábrica A.K.M. Knitwear, que emplea a cientos de costureras, produce pantalones anchos de corte recto, como en los 90, que se venden por 26,50 €, y al menos doce productos más. En ella también se tiñe, se lava y se decolora.

H&M fabrica alrededor de tres mil millones de prendas al año. Se prevé que esta cifra vaya a más.

Por lo menos el mensaje es claro. La empresa está abriendo el camino hacia la sostenibilidad en la industria. En tan sólo unos años, H&M será cien por cien renovable y circular.

Sin embargo, las críticas aumentan. En una evaluación de Changing Markets Foundation se reveló que el 96 % de las reivindicaciones medioambientales de H&M eran engañosas o carecían de fundamento. Esto llevó a la empresa al último puesto.

Se ha demostrado que la colección “Conscious choice” (elección consciente), por la que los clientes pagan más, es, en ocasiones, menos sostenible que su línea normal. Las autoridades de consumo noruegas y neerlandesas han tomado medidas contra las promesas medioambientales de H&M. La cadena sueca ha prometido mejorar.

Sin embargo, cada vez más gente se pregunta si la fast fashion puede llegar a ser sostenible. Quizás las cadenas de moda tengan otras preocupaciones.

Proteger las ventas y el crecimiento creando una fachada verde.

Sabur, el conductor del ferry, navega a través de un laberinto de jacintos acuáticos, con la boca llena de remolacha y tabaco.

Un pececillo muerto, que el reciente ciclón trajo hasta aquí, flota.

Estamos en una zona especial de exportación, exenta de impuestos. Aquí están las fábricas que se sitúan en lo alto de la pirámide, lejos de los pequeños lavaderos, los talleres de pueblo y los campos de algodón. Aquí se fabricó la ropa de Adidas para el último mundial.

Y aun así, es como estar en la zona cero de la destrucción medioambiental. Un lugar tan envenenado que en los cocoteros en las playas ya no crecen cocos.

Shahid Mallick nos trajo aquí.

Él creció junto al río y desde entonces ya lo ha visto destruido. Ahora compagina su tiempo entre su trabajo como investigador climático en la Universidad de Finlandia Oriental, en Kuopio, y su trabajo de campo aquí.

Con su pelo frondoso y su semblante enérgico, no aparenta los 53 años que tiene. Shahid trata de movilizar a la gente que vive junto a los ríos contra las fábricas.

“La gente cree que no hay nada que hacer contra los ricos y poderosos. Quiero que despierten”.

El cielo está claro. El calor del mediodía es asfixiante, 32 grados. El cambio climático hace que suban las temperaturas hasta en los trópicos.

Shahid dice que el calentamiento global hace que proteger el agua que tenemos en la Tierra sea fundamental, ya que la escasez de agua se va a agravar.

“Se pueden crear cientos de fábricas nuevas, pero no se puede crear un río”.

Según su página web, H&M tiene 35 empleados que trabajan en la sostenibilidad en Bangladesh. Ninguno de los numerosos residentes a los que hemos entrevistado han visto nunca a un inspector.

Shahid Mallick insta a las cadenas extranjeras a contar con gente local y dejarles que se expresen.

“Esto les daría una verdadera visión de las emisiones. Si es lo que quieren”.

El think tank Planet Tracker ya avisó a principios de este año de que las empresas de moda están basando sus promesas de sostenibilidad en “datos zombies” (información falsa, poco fiable o imposible de comprobar).

Como el agua oculta en canales subterráneos.

Sterling Denim, que emplea a más de cuatro mil trabajadores textiles, se erige como un coloso sobre las chabolas que lo rodean, a unos cinco kilómetros al noroeste de Daca.

Tras los muros controlados por cámaras, se fabrican al menos una docena de prendas para H&M, entre ellas pantalones pitillo para niños, con un precio que ronda los 22,50 €.

Mismo patrón. De nuevo, los residentes señalan que la tubería del desagüe se esconde bajo una carretera sin asfaltar. El agua de color negro azulado va a parar a un humedal.

Esta será la undécima y última fábrica que visitaremos en Bangladesh. Y la cuarta que podemos relacionar con la contaminación.

En conjunto, las cuatro fábricas producen como mínimo 39 prendas que se venden actualmente en H&M.

Sus emisiones podrían estar violando las leyes medioambientales de Bangladesh.

“Todo el mundo aquí sabe de dónde viene la suciedad”, dice Sohaq Islam, de 21 años, trabajador textil en otra fábrica.

Señala al edificio de Sterling, el único en esta orilla. Lo que nos cuenta nos resulta familiar.

“La contaminación es peor por la noche, cuando oscurece. Es imposible estar aquí en ese momento”.

Algunos niños vuelan una cometa casera. Los mayores juegan al fútbol.

Esta es una historia sobre la gente y el agua. Sobre la ropa que llevamos y la responsabilidad.

Podríamos perfectamente haber puesto el foco en Kapp-Ahl, en cuya web se afirma que ayuda a los más desfavorecidos en Bangladesh.

O en Lindex, que afirma que “existe” para empoderar e inspirar a mujeres desde las plantaciones de algodón hasta los probadores.

O en cualquier otra marca sueca o extranjera que, al contrario que H&M, han optado por no revelar las fábricas donde se producen sus prendas.

También podemos poner el foco en nosotros mismos.

No es la pobreza lo que destruye el agua en Bangladesh. Es nuestra demanda y nuestra abundancia.

Estamos de vuelta en la tienda de H&M en Drottninggatan, en Estocolmo. Se acerca la temporada de navidad y los empleados doblan prenda tras prenda.

Bajando las escaleras, frente a la entrada de la sección de niños, una prenda resplandece como un árbol de navidad. El jersey rojo con el dibujo de Papá Noel de  Taqwa Fabrics: “El mejor precio, 49,90 SEK (unos 4,50 €)”, indica el cartel.

El texto en su interior es más pequeño, está casi oculto, pero contiene un recordatorio del precio real. “Hecho en Bangladesh”.

Nota: Aftonbladet contactó con H&M durante la semana para una entrevista. La cadena de moda decidió responder con un comentario escrito. El él, Shariful Hoque, responsable de problemas de agua del grupo H&M, afirma que la empresa se toma esta información en serio:

“Estamos en contacto directo con nuestros socios comerciales y hemos lanzado nuestras propias investigaciones para conocer mejor estos problemas específicos”.

La respuesta completa aquí.

Traducción del inglés por Javier Herrero González

Texto en inglés aquí

El servicio postal alternativo de los Balcanes

Por Ilir Gashi

Ilustraciones por Dina Hajrullahu y Arrita Katona

Publicado en Kosovo 2.0

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Aún está oscuro mientras bajo por la calle Petrarkija hacia la Academia de Música, desorientado y confundido por la madrugada de Sarajevo. Desde el campanario de la catedral, a la vuelta de la esquina, suenan las seis en punto.

« Oye, ¿dónde estás? »

Parece enfadada.

Miro mi teléfono: las 6:02. Maldita catedral. ¿Puede que Dios también se haya dormido esta mañana?

“¿Qué te pasa? ¡Sólo llego dos minutos tarde!” Digo enfadado ahora yo. “¡No estamos en Suiza!”

Entonces la veo en la esquina entre Štadler y Pehlivanuša, donde habíamos quedado, agachada frente al coche. Ella también me ve. Ambos guardamos nuestros teléfonos. “Hajde, ¡date prisa!” me grita.

A Rada no le gusta que sus pasajeros lleguen tarde. No es que no tenga paciencia. Cuando su trabajo le exige paciencia, espera, durante horas si es preciso. Pero hoy no. Rada tiene un horario muy apretado. A las 6:05, en la parte de arriba de Parkuša, recogemos un paquete. Dobrinja, 6:25, un joven nos espera, va a trabajar a un hotel en la costa de Albania. A las 6:30, en el barrio de Mojmilo, en la mezquita del Rey Fahd – la más grande de Sarajevo, un regalo de Arabia Saudí – recogemos a una doctora, una mujer honrada que suele hacer este trayecto. Luego pasamos por Pale, desde donde Ivana, una programadora, se dirige a Belgrado para una reunión de trabajo y una visita familiar.

Rada sabe que, si llego dos, tres o cinco minutos tarde, los demás tendrán que esperar ese tiempo o más si nos paramos en algún semáforo en rojo. Y Rada odia hacer esperar a sus pasajeros. Aquellos que esperan a sus pasajeros y aquellos que no esperan a los pasajeros, sino a los paquetes que Rada transporta (que no suelen ser menos importantes) también odian esperar. Rada quiere, por encima de todo, llegar al río Drina y cruzar la frontera antes de que haya atasco, que suele ser sobre las 8:30. Si no lo conseguimos, toda esta gente tendrá que esperar mucho más.

“¿Entiendes ahora lo que me pasa?” pregunta bruscamente, tras hacerme un resumen completo de la situación mientras avanzamos por la desierta calle Tito hacia Marin Dvor a la velocidad de la luz.

Siento algo de vergüenza.

“Pero, ¿qué se le va a hacer? Llegaremos”, me dice. “¿Cómo estás? ¿Novedades? ¿Qué tal está tu madre?”

***

Desde que empezó a llevar a pasajeros entre Sarajevo y Belgrado hace 20 años, Rada ha cumplido una función de transporte adicional, pero no menos importante, formando parte de una red informal de servicio postal. Transporta cualquier cosa que cualquier persona quiera enviar, mientras que sea legal y quepa en un coche. Suele caber.

“Una vez, una mujer se me acercó en Belgrado, había comprado todo lo que te puedas imaginar, entraba en las tiendas y empezaba a llenar sus bolsas. Dame esto, dame lo otro. Viene con dos bolsas enormes y pregunta ¿hay espacio suficiente? Echo un vistazo a una de las bolsas y en la parte de arriba veo una bolsa gigante de palomitas de maíz. Bueno, señora, pienso para mis adentros, ¿hacía falta enviar también las palomitas? ¡Hay palomitas en Sarajevo! Pero qué le vamos a hacer, se las envía a su madre. ¡Haremos un hueco!”

Esta vez Rada no es la única que hace este trabajo. Mi bolsa también está llena de paquetes. Llevo un cartón de cigarrillos de la marca Drina, de Sarajevo, para un amigo, y la noche anterior me dieron un sobre con documentos – qué son y a quién van destinados no lo sé, pero es importante que lleguen a Belgrado lo antes posible – junto con una bolsita llena de un polvo extraño con trozos grandes y una textura áspera. El hombre que me la dio me dijo el nombre de la sustancia, pero no entendí nada. Después lo repitió. Seguí sin entenderlo, pero hice como que sí. Ahora me pregunto si es legal. Eso espero. Parecía un buen tipo. La persona que nos puso en contacto para darnos el paquete también lo parecía. En cualquier caso, ni una palabra de esto a Rada. Si hay sitio para las palomitas, también debería haberlo para mi polvo raro.

***

Un salto de 300 kilómetros en la distancia y unos meses en el tiempo, hacia una animada tarde de primavera en la estación de autobuses de Belgrado.

Avanzo a grandes zancadas hacia la sala de las ventanillas. Mis pasos se acortan; el estrecho pasillo entre las ventanillas y los andenes de salidas está lleno de pasajeros, maletas, gritos, prisas, miradas confundidas, abrazos y besos.

Entre la agitación, mis ojos se dirigen al viejo reloj analógico de la estación. Las largas manillas blancas me señalan la calma: son las 15:49. Me encanta llegar pronto, aunque sea un minuto.

En ese momento, suena mi teléfono. “¿Dónde estás?” No parece enfadado, pero parece que ha llegado antes que yo, y a tiempo. Comienzo a decir que yo soy el que llegué pronto, pero entonces miro a mi teléfono. Las 15:52. Dios mío.

Quedamos en la entrada del andén. No nos conocemos de antes, pero nos reconocemos fácilmente. Sujeta una caja con un sintetizador, un paquete que tengo que entregar a un amigo en común.

Tomo la caja. “Vale, eso es todo”, y nos separamos. Soy un cartero en una misión importante y no puedo perder tiempo con la cortesía. Corro hacia una ventanilla y me compro un billete.

Fuera, en el andén 4, el bus para Pristina comienza a llenarse.

***

Inicié mi “trabajo” de cartero en otoño de 2020, cuando comencé a realizar tan a menudo el trayecto entre Belgrado y Pristina que la gente empezó a darse cuenta, y eso quiere decir que estás viajando más que nunca.

Entonces, un día me llamó un amigo con el que no había hablado desde hacía tiempo pero que, de alguna manera, sabía lo de mis viajes. Una familia de Pristina estaba de vacaciones en Belgrado y su hija se había olvidado su muñeca al regresar a casa. Si bien en el mapa del tiempo de la televisión pública serbia se muestra a Pristina como parte del país, para el servicio postal de Serbia esta ciudad no existe, como muchas otras en Kosovo donde los serbios no son mayoría. Los servicios privados de entrega son demasiado caros. La única forma de que esa muñeca pudiera llegar a Pristina era que alguien la llevara directamente allí.

¿Te importaría hacerlo? No es urgente, pero sí. Es su muñeca favorita.

El siguiente encargo vino desde el otro lado: oye, ¿todavía tienen esa bebida, Skenderbeg? Tráeme dos, por favor, ¡cuánto la echo de menos! Luego, en Pristina: no es fácil encontrar películas para cámaras analógicas, y sólo hay una tienda en Belgrado donde no son caras. ¿Podrías traerme algunas? Unos meses después, entre la lista de mis objetos entregados con éxito figuraban vinilos de la nueva ola de Belgrado, un kilo de salchicha seca, las llaves del piso de alguien y los libros de Petrit Imami sobre la historia común entre serbios y albaneses (feliz, aunque irónicamente, se vendieron inmediatamente en Belgrado).

Ahí es cuando me empecé a dar cuenta de que casi todos los intercambios personales que se dan entre Kosovo y Serbia – entre familia cercana, primos y amigos, entre los que se fueron, los que huyeron, los que se permanecieron y los que se quedaron en algún punto intermedio – todos estos intercambios dependen de tres buses que realizan día y noche el trayecto entre Belgrado, Pristina y Prizren, y del pequeño grupo de personas que viaja en ellos.

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Mientras que los conductores, con sus camisas blancas impolutas, se apresuran a cargar el equipaje, fijo mi atención en una señora mayor sentada al lado de una enorme bolsa a cuadros. Me pregunto cómo habrá llegado hasta aquí. Espera pacientemente en la fila. Me sonríe. Creo que le caigo bien. Empezamos a hablar.

“¿A qué parte de Kosovo?”

“No estoy viajando, hijo, envío cosas a mi familia.”

Le empiezo a preguntar qué les está enviando, pero un vistazo a la bolsa gigante basta para responder a mi pregunta. Está llena de comida casera cuidadosamente envasada en cajas de plástico para helados y grandes tarros de cristal. ¿Eso es sarma? También veo una vieja caja de plástico de una marca de queso de Sombor, envuelta en gomas elásticas para que su misterioso contenido, quizás una ensalada, no se salga durante el viaje.

Su hermana vive con su madre en Gračanica, cerca de Pristina. No las ha visto desde el inicio del coronavirus. Espera visitarlas pronto, quizás el siguiente mes, cuando se ya se haya hecho unas pruebas médicas.

“¿Envías cosas a menudo?”

“No tanto. Allí tienen comida, no se trata de eso. Pero les encanta que cocine para ellas. Hace poco fue el cumpleaños de mi nieta. ¡Aquí está la tarta! Es la mejor manera de enviársela, simplemente la dejo en el autobús. Si no, sería imposible.”

Me paro a pensar en cómo te mirarían en la oficina de correos si les dices que vas a enviar comida casera. El rostro serio del funcionario examinándote a través del cristal. ¿Qué hay en la caja? ¡Una tarta de frambuesa, sarma y costillas secas! ¿Cuánto tiempo tarda en llegar? Inmediatamente, para que no se ponga malo, ¡con el calor que ha hecho estos días? ¿Valor declarado? ¡Incalculable!

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Como descubriría a través de numerosos viajes y un montón de conversaciones con personas que envían y reciben cosas en los Balcanes, no es sólo una cuestión de comida y fecha de caducidad.

El Tío Pera está volviendo a Lipjan, su hogar durante más de 60 años. Fue a hacer una visita a Belgrado. Nos sentamos al lado en el bus. Cerca del peaje de Bubanj Potok le ofrezco unas galletas Plazma. A cambio, él me da un cigarrillo cuando paramos a repostar gasolina cerca de Pojate. Le pregunto si envía o recibe algo por correo desde Serbia. Me responde con un no rotundo.

“¡Nunca se sabe con ellos! Hace dos meses, mi hijo estaba buscando unos documentos para el coche de un amigo en Kraljevo. Todavía no han llegado.”

Definitivamente, el Tío Pera no confía en las instituciones. Y, a juzgar por la cantidad de objetos que viajan en bus cada día, no es el único.

Mientras me siento con los conductores en la penumbra de un café de carretera con el evocador nombre de “Evropa”, trato de adivinar lo que la gente envía. La mayoría de los viajeros están sentados fuera esperando a la señal de salida.

“¿Estás viendo si transportamos drogas?” me pregunta bruscamente un tipo mientras me ofrece un trozo de pollo que acaba de sacar de un papel de aluminio.

Me ofreció pollo por pura cortesía. Me hizo esa pregunta por pura desconfianza. ¿Un periodista que escribe sobre la gente que envía cosas en bus? ¿Por qué querría alguien escribir sobre eso? ¿Y qué significa, envían cosas interesantes? ¿Qué puede haber allí de interesante?

“Tranquilo, no soy policía”, le digo. Saco mi acreditación de periodista. Afrim se limpia los dedos y la mira con auténtica curiosidad. Se me viene a la cabeza que las personas en este café probablemente hayan sacado muchas cosas de sus bolsillos, pero seguro que esta fue la primera vez que alguien sacó una tarjeta de la Federación Internacional de Periodistas. Y parece que causa efecto.

“¿Qué envía la gente? Bueno, de todo. Especialmente documentos”, dice Afrim. “Papeleo para pensiones allí, en Belgrado, para quienes trabajaron en empresas antes de la guerra, para temas inmobiliarios, si alguien vende algo en Kosovo. Medicamentos. La gente también envía dinero. Móviles, ropa. De todo un poco.”

“¿Alguna vez has tenido problemas?”, le pregunto. Afrim me devuelve una mirada asesina. Otra vez piensa que soy poli.

Su compañero Edin se une a la conversación: “a veces, algunos no vienen a recoger sus cosas. O nos piden que les esperemos en otro sitio… ¿Cómo diablos quieres que espere?”

“¿Qué ocurre con esas cosas?”

“Las devolvemos a la agencia y el emisor las recoge allí.”

“¿Hay veces en que nadie las recoge?”, pregunto, imaginándome una tienda de antigüedades mágica, con varios objetos dispersos en ella porque a la gente se le olvidó recogerlos durante años, cada uno con su propia historia, tan ordinaria como particular… ¡no estaría mal!

Afrim interrumpe mi ensoñación abruptamente. “No, nunca. Siempre vienen. Venga, vámonos.”

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Enviar paquetes a través de un bus, de un taxi o de un conocido es uno de los inventos sociales más eficaces de los Balcanes. Es tan rápido como la velocidad de un coche o un bus. Y, en un lugar en el que las conexiones ferroviarias y aéreas han sido destruidas o simplemente canceladas, es la forma más rápida de enviar o recibir cosas.

Una persona determinada – conductor, amigo o conocido – se encarga de la entrega. Es una persona que conoces o al menos has visto, alguien a quien le has dado la mano en algún momento y con quien has intercambiado unas pocas palabras. Es como si en esos 30 o 60 segundos se construyera una confianza mucho más fuerte de la que sería posible establecer con cualquier funcionario de correos, escondido tras la ventanilla con sus fotos promocionales de furgonetas amarillas que siempre llegan a tiempo.

¿En quién confiarías más, en una compañía con un eslogan que te garantiza que tu envío va a llegar en las próximas 48 horas, y que te ofrece la posibilidad de seguirlo con un código especial, o en un conductor que, al preguntarle “¿cuándo calculas que va a llegar?” – preguntando tímidamente, no se vaya a pensar, Dios no lo quiera, que le estás metiendo prisa, porque tiene todo el derecho de llegar cuando le apetezca – primero mira a lo lejos, da una calada, y expulsa el humo de su cigarro: “depende de la hora punta, pero no antes de las nueve”. Siempre te dicen que llegará demasiado pronto. Antes que para el resto del autobús.

Por algún motivo, para una cantidad sorprendentemente alta de gente en los Balcanes, la respuesta correcta es la B.

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Para terminar, tenemos el problema del precio.

Cuando envías algo por correo, hay una serie de criterios importantes: el peso del objeto, su valor, la distancia y la velocidad de la entrega… Las páginas de servicios de envío están repletas de tablas y cálculos detallados que te permiten estimar hasta el más mínimo céntimo de tu precio. Con o sin calculadora, el resultado suele ser muy alto. Por ejemplo, enviar un paquete de medio kilo desde Serbia hasta Bosnia sin acuse de recibo, manejo por separado ni transporte aéreo, puede costar en torno a 18 euros. Si quieres mandar ese paquete hasta Kosovo a través de DHL, el precio ronda los 50 euros.

Pero, cuando lo envías de manera informal, entonces entras en un ritual balcánico mágico, delimitado por unas reglas claras sobre las que nada está claro. Cuando un amigo o conocido te da un paquete, ofrecerle dinero por el servicio es como insultar a su madre. Hay una regla no escrita según la cual se le debe invitar a un zumo o un café, pero de forma discreta, para que no parezca que le estás invitando sólo porque te ha ayudado, sino porque de verdad quieres tomarte algo con él.

Sin embargo, van a rechazar casi seguro la bebida porque ninguno de vosotros tenéis tiempo ni ganas para eso. Si ambos quisierais tomar algo, lo tomaríais con o sin paquetes de por medio. Pero, sin esa bebida, estarías en deuda con quien te ayudó. Ten por seguro que, si haces algo que no le guste a esa persona, no dudará en contarle a todo el mundo cómo te ayudó ingenuamente cuando lo necesitabas y cómo tú se lo pagas.

Con los conductores de autobús sucede algo distinto. Cada día, en ocasiones dos veces, cargan paquetes a través de las fronteras, con los riesgos que eso conlleva (aunque muchas veces comprueban qué hay dentro; si parece ilegal, peligroso o frágil, lo rechazarán por mucho dinero que les ofrezcan). Llevan un registro minucioso de lo que transportan, de para quién es y de dónde les espera la gente. Anotan los nombres y los números de teléfono, llaman a los emisores desde rincones oscuros cerca de las autopistas, discuten con gente que ha llegado tarde o que simplemente ha olvidado ir a recoger sus paquetes.

En resumen, esperan que les pagues, y con razón. Pero transportar cosas en bus no es algo muy común y las compañías de autobuses no lo permiten explícitamente, así que no suele haber un listado oficial de precios. Depende de lo que envíes y, en ocasiones, del humor del conductor; algunos cobran el equivalente de un billete de bus, otros la mitad. Otros te permitirán que seas tú quien fije el precio del servicio.

Y así es como llegamos a la preciada regla social conocida como “todo lo que puedas dar” (“Kol’ko daš”). Como todo en esta región, esta regla no es lo que promete. En teoría, puedes fijar como quieras el valor del servicio. Sin embargo, lo que estás evaluando realmente es el otro lado de la transacción, es decir, cuánto dinero hará falta para no ofender a la otra persona. Por eso, la mayoría de las veces, pagas más de lo que de verdad vale el servicio.

Aún con todo, sigue siendo más barato que el servicio postal e infinitamente más divertido.

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Vamos justos de tiempo, pero Rada se permite una parada rápida en la gasolinera porque alguien tiene que ir al baño. Aprovecho ese momento para encender un cigarrillo, o eso pretendía, cuando me di cuenta de que no me quedaban. Por suerte, tengo un cartón de Drina para Bojan, mi amigo de Belgrado. No le importará.

Las palabras Drina y Sarajevo son muy importantes en su vida, y no solo por los cigarrillos. Bojan forma parte de un pequeño grupo de periodistas en Serbia que han escrito valientemente y de forma habitual sobre los crímenes de guerra de Serbia en Bosnia desde los años 90. Cada semana llegan a mi bandeja de entrada del correo enlaces a artículos que, me temo, casi nadie lee.

Pero Bojan no piensa rendirse. Está trabajando en un documental sobre el Círculo de Belgrado, un grupo no tan pequeño de intelectuales liberales y activistas por la paz que se opuso al régimen de Milošević, a la guerra y a los crímenes a principios de los 90. Treinta años después, ni siquiera un eco distante de sus voces permanece en la escena política serbia. Hoy tan sólo es un recuerdo en las mentes de un círculo cerrado de seguidores.

Atravesando Romanija, siento como si viajáramos por una de sus historias. Observamos la hermosa naturaleza del este de Bosnia y vemos señales con algunos de los topónimos más horribles de la guerra, lugares de los que mucha gente en Serbia sólo ha oído hablar, a través de los testimonios de La Haya, como símbolos de masacres, violaciones y limpiezas étnicas. Aquí, justo antes de Sokolac, tomamos el desvío a Rogatica. Subes hasta Han Pijesak, luego vas a Vlasenica, después a Milići y Zvornik, y, si vas al sur de Zvornik, llegas a Srebrenica.

Rada, una refugiada serbia de Sarajevo, quien huyó de la ciudad al inicio de la guerra, vive ahora en Pale, y tiene una firme posición sobre este tema: “tuvimos suerte. Ni a mi familia ni a mi nos hicieron daño, ni se lo hicimos nosotros a nadie.” De no ser así, supongo que le hubiera sido imposible hacer su trabajo: “me fui a Sarajevo justo después de la guerra. No tengo nada que esconder.”

Por fin llegamos al río Drina.

“Solía fumar Yorks de Rovinj”, me dice Bojan, “hasta que se rompieron las relaciones con Croacia en 1991, así que me pasé a los Drina.”

Mala elección, Bojan, porque las relaciones con Bosnia tampoco duraron mucho. Volvió a fumarlos en Sarajevo a principios de los 2000. Bojan adora Sarajevo; a veces simplemente desaparece allí y vuelve más vivo que nunca.

Y, ¿por qué diablos le traigo Drinas, no hay en Belgrado? Por algún motivo, en marzo de 2022, la Fábrica de Tabaco de Sarajevo, con sus 140 años y situada en un país donde casi un tercio de la población adulta son fumadores empedernidos, cerró. Pero todavía quedan antiguos Drina, y Bojan quiere fumarlos mientras duren.

Me pregunto si se podría decir lo mismo del Círculo de Belgrado. La idea antiguerra se ha apagado en Serbia y hemos fumado las existencias durante años. Pero se están terminando.

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Atrás quedan los días en los que el puesto fronterizo de Merdare era un lugar donde uno esperaba tener problemas, ya fuera como serbio en el control de Kosovo o como albanés en el control serbio. Sin embargo, al acercarnos a Kuršumlija, en el bus, por lo que sea, el ambiente se vuelve siempre más tenso y sombrío. Surge un sentimiento de siniestra anticipación. Quizás las escenas de desolación a nuestro alrededor ayudan a ello. Campos desiertos, calles desiertas, casas desiertas. Una carretera completamente desierta, que parece llevar al fin del mundo.

Por todas partes, en las señales junto a la carretera, se ven topónimos albaneses: Kastrat, Ljuša. El pueblo de Arbanaška también queda cerca. Pero hace tiempo que ya no hay albaneses allí. En una colina cerca de Degrmen, a dos kilómetros de Merdare, surgen las oscuras ruinas de la iglesia de Béc, que fue construida en 1912 con dinero de inmigrantes serbios de Sandžak, Montenegro y Zubin Potok, que vinieron a las tierras de los albaneses y turcos que huyeron a Kosovo tras la guerra serbio-otomana de 1876. Debido a la pobreza tras la Primera Guerra Mundial, las obras de la iglesia se pospusieron para unos tiempos mejores que nunca llegaron. Tampoco quedan muchos serbios aquí; la destrozada carretera hacia el mítico Kosovo nos lleva a uno de los municipios más pobres de Serbia.

La llamada resuena en el autobús tanto en serbio como en albanés: “¡id sacando los carnés de identidad!” En homenaje al mutuo no reconocimiento entre Serbia y Kosovo, los pasaportes no tienen validez aquí para los ciudadanos kosovares y serbios. El policía serbio entra primero. En un absoluto silencio, recoge todos nuestros DNIs, los ordena cuidadosamente en su mano y sale. Tras el control, el conductor nos los devuelve, pero sólo podemos guardarlos un minuto, porque ahora entra la policía kosovar. Se repite todo el proceso.

De repente, hay un problema. El aduanero sigue dando vueltas en la parte de atrás. Habla con el conductor y le enseña algo. Los pasajeros a la derecha del autobús le miran atentamente, y los de la izquierda miran atentamente a los de la derecha porque no pueden ver al aduanero. ¿Qué habrá encontrado? ¿Nos dejará pasar? Miedos antes enterrados salen a la superficie. De repente, nos damos cuenta de que puede pasar cualquier cosa.

El conductor agita la cabeza. El aduanero hace el mismo gesto, como si no quisiera tener que ocuparse de esto. Cierra la puerta del maletero. Siento que podíamos respirar de nuevo.

Entramos en Kosovo. Ahora se empiezan a ver señales con topónimos serbios, pero a ningún serbio.

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Belgrado, finales de mayo.

Lula me saluda en el patio interior de una antigua villa en el centro de la ciudad. Una multitud inunda la calle al mediodía. En el patio, lleno de delicadas flores rojas y amarillas, un silencio total.

Lula, en varios aspectos, es como esa villa: elegante, triste e introvertida. “Hace mucho que no salgo”, me dice. “Esta ya no es mi ciudad”.

La carta y la bolsa le llegaron a tiempo y en buenas condiciones. Decido no preguntar sobre el contenido del sobre. Imagino que estará sellado por alguna razón. Pero no puedo evitar preguntar por la bolsa con el polvo misterioso.

“Tarhana”, sonríe Lula. “Para hacer sopa. Mi tía Ešrefa de Travnik me la prepara y me la envía a través de mi sobrino. La hacen de otra forma en Serbia. También está buena, pero a mí me gusta la suya. En Serbia suelen llamarla “tarana”, no les gusta esa h porque se tomó del turco. Igual que en Bosnia empezaron a usarla en lugares donde no se usaría”.

Lula tiene mucho que decir sobre los paquetes que se envían desde Belgrado y Sarajevo. Nacida en Sarajevo, ha vivido en Belgrado desde finales de los 60. Es una persona que, inmediatamente después del inicio del asedio de Sarajevo, juntó y envió ayuda humanitaria a dicha ciudad. Le costó mucho que cada envío llegara a su destinatario. Y peleó con infinidad de ellos, tanto envíos como personas. “Hoy, cada vez que veo cajas de cartón, me entran náuseas”.

La dejo en la terraza de la antigua villa, observando atentamente las flores, mientras recuerda un tiempo en el que existía algo de resistencia.

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Estamos en un restaurante en Kraljevo, no muy lejos de un gran aparcamiento en la calle Sarajevska, en Belgrado. Allí, Rada suele recoger y dejar pasajeros. ¿Dónde si no?

Pasó todo el día en el coche y ahora está muy cansada, pero saca tiempo para hablar. Me cuenta cómo últimamente ha estado teneindo mareos. El otro día, apenas podía entrar el en coche, pero no se rindió. Transportó a sus pasajeros y sus paquetes. Está recibiendo terapia e irá mejor.

Es un día caluroso. Pedimos algo ligero, sopas y ensalada de col. La taberna está vacía y el camarero se aburre, así que hace chistes inadecuados. Rada los ignora con elegancia.

“Bueno, tengo una historia que contarte”; me dice:

“En Sarajevo conozco a una mujer, Mirsada. Tenía un marido y un hijo. Su hijo tenía un amigo, Marko, que era huérfano. Ella se llevaba muy bien con él. En resumen, Marko… Hasta entonces a nadie le importaban los nombres de la gente. A la gente normal no le importaban. Pero entonces empezó la guerra. Ella se preguntó qué haría con él. Mirsada escondió a Marko en su casa para evitar que le matasen. Me dijo, “Rada, lo escondí en la nevera. Mi hijo se fue a la guerra, y Marko estaba en la nevera”.

“Lo escondió hasta que encontró a alguien, una persona de confianza que pudiera sacarlo del territorio de la Republika Srpska y llevarlo a Belgrado.

“Pasado un tiempo, Marko se convierte en un hombre de éxito. Funda una familia, monta un negocio y todo le va sobre ruedas. El marido de Mirsada muere y ella se queda con su hijo. Y no conozco los detalles, pero, de alguna forma, se pusieron en contacto con Marko. Imagínate, después de tantos años…”

“Y entonces”, Rada hace una pausa, “entonces su hijo muere también. Y Mirsada se queda sola, y Marko se convierte en la única luz de su vida”.

“Desde entonces, desde que he estado trabajando, él le sigue mandando cosas. Una bolsa de judías, pimientos, nueces, un tarro de miel… Y se asegura de enviarle dinero, 50 o 100 euros, pero siempre con algo de comida”.

“Una vez le pregunté – Marko, hijo mío, compras toda esa comida, y ella tiene que salir, recogerla y llevarla a su casa – ¿no sería más fácil que le mandaras dinero para que se la comprara ella sola?

“Me dice, “Rada, ya intenté hacer eso, pero ella es feliz cuando recibe esa caja de kajmak y puede decir – ¡Mirad lo que me ha traído mi querido Marko!”

Y entonces lo entendí por fin. Los objetos no viajan, viajan las personas. Y cuando estas no pueden, envían objetos. Pero, aun así, no viajan los objetos, sino los sentimientos de la gente.

Nota del editor: a petición de las personas entrevistadas, algunos nombres han sido modificados.

Traducción del inglés por Javier Herrero González

Texto en inglés aquí