Lo primero que me dije la mañana del 24 de febrero, al enterarme de que Rusia había invadido Ucrania, fue que Vladimir Putin acababa de declararnos la guerra a todos – a Europa – y que estábamos muy cerca del conflicto, al alcance de un ataque nuclear, de hecho. Pensé entonces en mi hija, que dormía en la habitación de al lado.
Cada guerra es una máquina del tiempo y un accidente temporal. De repente, el pasado resurge y recuerdo las instrucciones con las que nos machacaban en la escuela sobre el procedimiento a seguir en caso de ataque nuclear. Ninguna me resultó útil: no tenía máscara de gas que ponerme en menos de 17 segundos y desconocía dónde estaba el refugio nuclear más cercano (además, me enteré más tarde de que llevaban mucho tiempo cerrados). Todos los consejos que nos habían impartido, como no quedarnos cerca de una ventana para que la explosión no nos hiciera pedazos o no mirar directamente al hongo para conservar la vista me parecieron completamente absurdos.
Y como guinda del pastel, el ataque no vendría del mismo sitio; mientras que en el pasado esperábamos que viniera del oeste, hoy vendría del este, directamente desde nuestro gran hermano de antaño – esto bastaría para desconcertar a cualquiera sobre los lugares en los que poder refugiarse. Pensé en todo eso, eché un vistazo rápido a la casa, antes de decidir que el baño era la parte mejor situada para hacer las veces de refugio improvisado – después de todo, no tenía ventanas. Sin mediar palabra, mi mujer me propuso inspeccionar el sótano y bajar botellas de agua. Lo más complicado fue explicarle la situación a mi hija.
Eso fue exactamente lo que sentí: la impresión de sumergirme bruscamente en el pasado y el final de nuestra vida ordinaria. Hay un momento en el que el día a día se transforma, se convierte en la historia, se convierte en la guerra. Esperaba en secreto que nuestra generación escapara de ello. Naturalmente, me imaginé a los hijos de una familia ucraniana recién levantados para ir a la escuela: se quejan, no quieren levantarse de la cama, desayunan sus tostadas con mermelada frente a la televisión y, de repente, esta anuncia que la guerra acaba de estallar. Me imaginé la conmoción que vino después, todo se viene abajo, como días después los edificios, las cocinas en las que se habían abandonado aquellas tostadas lo harían también…
Hace cuatro años escribí un libro en el que el sentimiento de “ausencia de futuro” es tan vivo que cada país de Europa quiere organizar su propio referéndum sobre el pasado. Hasta entonces, los referéndums estaban reservados para el futuro y debían definir cómo iban a desarrollarse las cosas. Pero llega aquel momento en el que todo horizonte desaparece y sólo se puede mirar hacia atrás, al pasado. ¿Qué implica este referéndum? La posibilidad de escoger la década más feliz de la historia del siglo XX en cada país. La ausencia de futuro siempre revela unas enormes reservas de nostalgia. Así, llega el momento de que el pasado inunde el continente.
¿A qué década del siglo XX decidirán regresar países como Alemania, Francia o Suecia? ¿Y naciones periféricas como Bulgaria o Rumanía? La decisión es más difícil para aquellos países que han vivido varias décadas de felicidad comparado con los que no han conocido ninguna. Alemania optó por el final de los años 80, por un año 1989 en continuo movimiento y en el que el muro no deja de caerse. Italia volvió a los 60. Sin embargo, para Bulgaria es más delicado. Es como si el mapa de Europa ya no fuera geográfico sino temporal y cada país se encerrase en su propio pasado feliz. Sólo un instante.
Creo que este modelo sirve de metáfora: podemos realizar el experimento de este regreso al pasado también en nuestros días. El tiempo ha sustituido al espacio, el mundo se ha fragmentado; ya explorado y familiar, se ha vuelto muy pequeño para nuestras almas, parafraseando al poeta. Tan sólo nos queda este inmenso océano de tiempo – o, más bien, un océano de pasado.
Cronostaligia
La idea de nostalgia ha cambiado. Ya no se centra en un lugar u hogar específico (nostos), como sugiere la etimología de la palabra. Ahora la nostalgia es por un tiempo distinto. El tiempo ha sustituido al espacio, así que tal vez debamos usar otro término – por ejemplo, cronostalgia.
En este sentido, nuestras guerras se han convertido en guerras por el pasado.
Cuando salió la novela, en una lectura alguien del público me preguntó: vale, pero, ¿qué escogería Rusia? No estaba seguro, me gustaría pensar que habrían elegido la época de Gorbachov, de la perestroika. La respuesta legó el 24 de febrero de 2022, y es una de las más difíciles de expresar. En este referéndum invisible del pasado, Rusia escogió los años de la Segunda Guerra Mundial. Aquellos años en los que la leyenda parecía estar de su lado por última vez. Gozó del reconocimiento de un mundo que fue capaz incluso de olvidar durante un tiempo la crueldad del sistema soviético, Stalin, los gulags y el Holodomor. La última vez que ganaste (sin importar que en el otro hubiera asesinados, huérfanos o viudas; hay naciones y sistemas donde el sufrimiento personal no cuenta).
La novela termina con una escena de una grandiosa reconstitución histórica que representó con exactitud el estallido de la Segunda Guerra Mundial. Un disparo accidental transforma esta reconstitución en la Tercera Guerra Mundial. Hasta la hora en el libro es la misma: 4:47 am (vale, la guerra de Putin empezó a las 4:50).
Así, todo lo que estamos viviendo hoy es una batalla por el pasado, por su redistribución. El pasado como coartada y como recurso. Para mi generación y la de mis padres, el futuro – el futuro comunista – sólo era una coartada. Por aquel entonces, podía explicar y justificar todas las adversidades del presente. Hoy, con el futuro agotado como materia prima, los populistas y los nacionalistas han comenzado a prometer “pasado”. En este sentido, se puede entender por qué Vladimir Putin escogió volver allí, a principios de los 40. ¿Pero pueden diferentes tiempos y enclaves temporales coexistir en un mismo continente? No. Y no sólo porque la felicidad de un pueblo no puede depender de la infelicidad de otro, sino porque el pasado no es un proyecto individual. No puedes vivir en él solo.
La infelicidad y el aislamiento actuales de Rusia le han hecho mirar atrás a los “felices” y poderosos días de la Unión Soviética. Pero allí todo está vacío y desierto, aquellos contra los que hubieras competido y luchado, a los que hubieras matado o con los que te hubieras aliado ya no están. Necesitas imaginar un nuevo enemigo, una nueva amenaza. La única opción es, para empezar, arrastrar a tu vecino más cercano al pasado; luego a tus otros vecinos, después a Europa y por qué no al mundo. Con esta guerra, Putin está diciendo “luchemos en mi territorio, perdón, en mi tiempo, en los años 40”. Como el convidado de piedra de Don Juan, cuya mano tendida no hay que estrechar para no ser arrastrado al inframundo (en décadas recientes, muchos países europeos, entre ellos Bulgaria, no han entendido esto y han estrechado a menudo esa mano).
Lo que Putin quiere ahora no es ganar esta guerra, sino hacerla crónica, obligarnos a todos a vivir en ese régimen. Su objetivo metódico es bombardear y arrasar el presente (y el futuro), con toda su infraestructura y cotidianidad – hasta que no haya agua, calor, luz. Destruir la vida cotidiana, también desde su existencia, literalmente aniquilar a Ucrania. Poder soviético más electrificación – así describía Lenin el paraíso del comunismo. Hoy, Putin le ha añadido su toque personal: si no quieres poder soviético, no tendrás electrificación. Gracias a Dios, el pueblo ucraniano ha demostrado que para vivir no necesita ni lo uno ni lo otro.
Deber de memoria
Europa es el continente con más restos de pasado y con la memoria procesada más grande. La cultura, de la que el continente tanto se enorgullece, es esencialmente el procesamiento de la memoria, incluida la memoria de nuestra culpa, la historia de la infamia, como diría Borges. Desde las primeras pinturas rupestres, pasando por la Ilíada y la Odisea de Homero o los Trabajos y días de Hesíodo (preservando y repasando la historia con un hexámetro fácil de recordar), desde Cortés hasta testimonios sobre el nazismo y la Segunda Guerra Mundial. La memoria y la cultura forman parte del sistema inmunitario de Europa. Deben reconocer y desarmar los virus de la ceguera colectiva, la pérdida de razón, la locura nacionalista y el nacimiento de nuevos dictadores.
Esta guerra ha estallado justo cuando aquellos que portan la memoria de la Segunda Guerra Mundial ya no están con nosotros. Estamos exactamente en este precipicio generacional en el que las últimas personas que mantenían esa memoria viva, los últimos prisioneros de los campos de concentración, los últimos soldados que lucharon en aquellas trincheras, nos están dejando. Sólo espero que no nos dirijamos hacia una especie de Alzheimer colectivo.
La memoria es maleable, tiene que entrenarse cada día; debemos contar historias constantemente para que estas se recuerden, porque cuando la llama de la memoria se apaga, las bestias del pasado estrechan su círculo alrededor de nosotros. Cuanta menos memoria, más pasado. Recordamos para mantener a raya el pasado.
Pero aquí me gustaría desviarme un poco. Ya no se trata de una mera cuestión de memoria, sino también de qué recordamos y cómo. Porque el populismo y el nacionalismo también crean su propia visión de la memoria. Una memoria procesada de nuevo que sirve para cualquier situación, bidimensional, como los ajustes de un juego. Dime qué memoria necesitas y te la daremos. En Rusia nunca llevaron a cabo el arduo trabajo sobre la memoria de la Segunda Guerra Mundial que sí hicieron, por ejemplo, en Alemania. El doloroso trabajo que penetra en todas las capas de la sociedad, se cuela en las instituciones, escuelas y libros de texto.
No se juzga a los ganadores, pero hay cosas que se pudieron criticar y condenar. La ausencia de este trabajo de memoria – de un cierto remordimiento sobre lo que hizo el ejército ruso a los civiles de las naciones conquistadas, sobre órdenes militares que a menudo ni siquiera tenían en cuenta la vida de sus propios soldados, sobre la paranoia que envió a prisioneros de guerra rusos directamente desde los campos de Hitler a Siberia, y mucho más – hace que el país mantenga un estatus de víctima. Un estatus y una coartada para nuevos sacrificios que cree que se merece.
Uno de los aspectos más perturbadores de todo esto es la desaparición de la frontera entre la verdad y la mentira; el intento de obligarnos a entrar en un mundo donde nada importa, todo está permitido, cada mentira puede disfrazarse de verdad, cada conspiración puede vencer a la razón. Esta es una mentira que no sólo reescribe el pasado, sino que también predetermina el futuro. Para ser más claro, se basa en un pasado reescrito para justificar las agresiones e infamias del presente.
Aquí entran el análisis y la conversación. Aquí necesitan entrar. El lenguaje hoy es distinto, y debemos darnos cuenta de ello. La manera de contar historias es diferente, ya no se hace a través de números, párrafos y proyectos, sino a través de la persona y de sus miedos, su soledad, su confusión y sus esperanzas.
¿Dónde queda Bulgaria en todo esto? En la periferia de la guerra, si es que la guerra actual tiene un frente y una periferia. En lo que a distancia y geografía respecta, estamos muy cerca, entre 500 y 700 km. (Odesa está a 721 km a vuelo de pájaro). Pero obviando el sistema de medida del tiempo y el pasado, estamos más cerca aún. El pollo no es un pájaro y Bulgaria no es el extranjero, como dice el dicho soviético, y en 1962 Bulgaria renunció vergonzosamente a su soberanía para convertirse en la decimosexta república de la URSS. La conexión ruso-búlgara impuesta por la historia se usó muy inteligentemente para la propaganda, por supuesto.
Durante toda mi infancia y juventud aprendí en la escuela que Rusia era como un hermano mayor para nosotros y que nos era imposible avanzar sin él – como buen hermano mayor, podía defendernos de los abusones del barrio que nos acosaban. Aún recuerdo de memoria aquella cita del héroe de los juicios de Leipzig y primer dictador comunista de Bulgaria, Gueorgui Dimitrov (quien también era, por cierto, ciudadano soviético): “Nuestra amistad con la Unión Soviética es tan vital y necesaria como el sol y el aire para cualquier ser vivo”.
Evidentemente, toda mi generación soñaba en secreto con otros países, tierras extranjeras y deseadas al oeste de Bulgaria. Eso ya era una pequeña victoria- la URSS nunca fue una destinación soñada, a pesar de la propaganda. Al contrario, fue una tierra de fascinación, con sus consecuencias sobre la situación actual.
Aquí, la propaganda pro rusa campa a sus anchas, a muchos niveles. Está detrás de nuestro sentimiento de gratitud hacia quien fue dos veces nuestro libertador (aunque también dos veces nuestro opresor), pasando por nuestra adoración de la cultura rusa (como si Putin y Chejov fueran hermanos gemelos), y por declaraciones de políticos en primera línea que se niegan a tomar partido por las víctimas de forma clara. Todo esto no puede sino dividir a la sociedad.
Según una encuesta del Eurobarómetro de mayo de 2022 para todos los miembros de la UE, los búlgaros son quienes están más cerca de la posición rusa respecto a la guerra. Se ha podido observar un gran aumento de la propaganda rusa en el país, que, de hecho, ocupa el último puesto respecto a la educación en los medios, presenta la tasa de vacunación más baja de Europa y tiene la tasa de mortalidad por COVID-19 por habitante más elevada del continente. Todos estos elementos están obviamente relacionados. Esta conexión ha quedado repentinamente expuesta con el comienzo de la guerra: quienes más se oponían a la vacuna resultaron ser los partidarios más fervientes de Putin.
Facebook sigue siendo la red social más influyente del país: allí tiene lugar el 90% de la actividad en Internet. Sin embargo, la propaganda también ha gangrenado los medios oficiales y “serios”. Muchos de ellos crean contenido basado en posts de Facebook, que vuelven a publicar sin crítica o comentario alguno. Además, Facebook resulta ser un auténtico laboratorio de discursos de odio, los cuales se propagan fácilmente por los medios oficiales. Recientemente, un simpatizante del partido nacionalista Vuzrazhdane (Renacimiento), invitado de un programa de televisión serio, declaró que la única crítica que tenía hacia Putin era que su intento de blitzkrieg en Ucrania había sido un fracaso.
La sociedad está ferozmente dividida. No recuerdo que Bulgaria haya vivido una polarización así, además agravada por las redes sociales y ciertos personajes públicos, desde hace décadas. Quizás esto pueda parecer duro, pero tengo que reconocerlo: a veces tengo la impresión de estar viviendo los comienzos de una silenciosa guerra civil.
Abrirse a la periferia
Esta parte de Europa no ha estado en el centro de la historia desde 1989. Sin embargo, a través de la literatura, nunca ha dejado de contarse y de ponerse en guardia contra lo que ocurrió en el pasado y podría ahora ocurrir de nuevo. Creo que estos relatos no se han escuchado lo suficiente. Sentimos claramente que la historia aún no ha terminado. Lo sabemos y, por tanto, podemos expresarlo así: hasta que la última herida de la historia de nuestro continente no haya cicatrizado, todo el continente seguirá sangrando. Nadie, sin importar lo lejos o lo despistado que pueda estar, podrá dormir tranquilo. Nos hemos dado cuenta de que el centro de Europa no es un punto fijo entre Berlín y París. El centro de Europa es un punto sensible en constante movimiento, es donde duele, es donde sangra: hoy está en el este, en la orgullosa Ucrania.
En uno de los ensayos más bonitos sobre Europa, Un Occidente secuestrado, escrito en 1983, durante la Guerra Fría, el escritor checo Milan Kundera inicia su relato con el último telegrama desesperado que envía el director de la agencia húngara de prensa en 1956, con su edificio bajo fuego de artillería. El mensaje decía: “Morimos por Hungría y por Europa”. Quería transmitir algo durante aquellos instantes decisivos: la invasión de Hungría por el ejército ruso era la invasión de Europa. No esperéis, actuad. ¿Entendió Europa (u Occidente en esa época) el mensaje? ¿Lo entiende mejor Occidente ahora que se enfrenta a la invasión de Ucrania?
Gracias a Dios, esta vez sabemos por quién doblan las campanas. Los europeos lo han entendido en seguida. El ensayo de Kundera termina con esta amarga conclusión: tras la Segunda Guerra Mundial, Occidente se ha alejado de Europa Central, esta última bajo la influencia de la URSS, considerándola como un mero satélite del imperio soviético, sin identidad propia. Esta inercia – me atrevería a decir – ha continuado en cierto modo después de 1989. La guerra en Ucrania ha devuelto realmente a Europa Central y Oriental a Europa.
¿Supera la periferia al centro en algún aspecto? Sin duda, tiene una sensibilidad más desarrollada hacia lo inminente. La capacidad de oler el peligro. La antigua Europa del Este ha aprendido a sentirlo en sus propias carnes. Por eso me atrevo a decir lo siguiente: no subestiméis los libros, los ensayos o los poemas de esa parte de Europa. Descifrad sus símbolos.
Las palabras no paran a los tanques ni tumban a los drones, pero pueden (¿de verdad pueden?) parar, retrasar o, al menos, hacer dudar a aquellos que manejan dichos tanques y participan en una guerra contra inocentes. Al menos por un instante. Las palabras pueden ayudar a quienes están engañados por las noticias falsas y la propaganda. El hecho de que los horrores de la Segunda Guerra Mundial no se hayan repetido podría deberse, al menos en parte, al trabajo de memoria de los testigos, los escritores y los filósofos.
Esta guerra no terminará cuando se dispare la última bala. Empezó mucho antes del primer disparo y seguramente acabará mucho después del último. Este es el nuevo frente de la vieja propaganda, hoy más fuerte que nunca. Y he aquí el papel de un medio lento pero duradero como la literatura: enseñarnos, como mínimo, la resistencia, la empatía, darnos las herramientas para discernir lo verdadero de lo falso. Alejar las historias de cada uno del epicentro del dolor, construir una memoria que no será mancillada, y, mientras sea necesario, consolarnos.
Ningún tipo de propaganda debe valer más que la memoria de un niño pequeño que huye de la guerra con un número de teléfono garabateado en su brazo.
Este texto es la transcripción del discurso pronunciado en el evento Debates sobre Europa en Sofía, el 26 de febrero de 2023. © Debates on Europe 2023.
Traducido por Javier Herrero González
Créditos foto de portada: Phelia Baruh
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